Fotografías escolares:
Porque hay historias que merecen quedarse
Hay imágenes que no se olvidan. No porque salgas perfecta, ni por la ropa que llevabas, ni por el peinado de moda de ese año. Sino porque cuando las miras, algo en ti dice: “yo estuve ahí, yo fui parte de eso.” Una foto escolar no es solo un retrato. Es una forma silenciosa de decirle a un niño: “tú perteneces. Este fue tu lugar. Este momento también es tu historia.”
Hoy en día todo pasa tan rápido. Todo se guarda en la nube, se pierde entre carpetas, se borra sin querer. Pero hay algo en lo impreso, en lo tangible, que nos hace parar. Una foto que se toca, que se guarda, que se encuentra años después en una caja. Y nos recuerda no solo cómo éramos, sino quiénes fuimos.
Las fotos escolares también educan. Lo dicen muchos estudios en pedagogía y antropología visual: son testimonios valiosos de cómo se aprende, cómo se convive y cómo se pertenece a una comunidad educativa. Pueden usarse para investigar prácticas sociales, valores, formas de enseñar. Son también documentos históricos con los que entender la educación de cada época. Lo explica muy bien este informe de la Biblioteca Nacional de Maestros de Argentina, que analiza cómo las fotografías escolares pueden revelar el alma de una institución.
Pero más allá de lo académico, hay algo íntimo que las vuelve irremplazables. Porque cuando un niño se ve en una foto —en el aula, en una postal que llega a casa, en un sobre que mamá guarda con cuidado— está viendo una confirmación silenciosa de que pertenece. Que importa. Que tiene un lugar. No es vanidad. Es validación. Es raíz. Y no lo digo solo yo: este documento de UnidosUS explica cómo algo tan simple como ver su propia imagen puede mejorar su bienestar emocional, su seguridad y hasta su rendimiento escolar.
Por eso, cuando trabajo en fotografía escolar, no monto un estudio frío, ni doy instrucciones rígidas. Prefiero buscar un rincón dentro del colegio que les sea familiar, un espacio que ya guarden como suyo. A veces es la biblioteca, donde hojean cuentos con calma; otras veces es ese banco del patio bajo los árboles, donde se sientan a charlar o a inventar juegos. Puede ser una alfombra en el aula, una esquina con luz suave, una mesa donde pintan. Allí, en ese lugar cotidiano, creo un ambiente tranquilo, sin prisas. Me acerco, me agacho a su altura, les hago preguntas sencillas, juego un poco, escucho. Y entonces, sin que lo noten, empieza a aparecer la magia: dejan de posar y simplemente se muestran como son.
Trabajo con grupos pequeños, sin producción excesiva. Entrego las imágenes en sobres personalizados que se puedan guardar, tocar, compartir. Me gusta pensar que algún día, cuando crezcan, se mirarán en esas fotos con ternura, y recordarán no solo cómo eran, sino cómo se sentían. Porque eso también es parte de crecer con memoria.
Y si eres madre, padre, maestra o directora, y te preguntas si vale la pena hacer una foto escolar este año, recuerda esto: un día, esa imagen será el único puente visual hacia una etapa que ya no volverá. Un día, tu hijo o hija abrirá un cajón… y ahí estará ese rostro con flequillo torcido o sonrisa tímida. Y se reconocerá. Y sonreirá. Porque hay historias que no deberían perderse. Las memorias escolares, por ejemplo.



